Memoria de un lugar mágico al sur

A ciertas alturas de la vida y en estos tiempos puedo decir que nada me sorprende, ¿Cómo podría? Ya entrados en la segunda mitad del 2020 la capacidad de sorpresa nos disminuyó a prácticamente todos los seres humanos, y sin embargo aquí estoy escribiendo algunos recuerdos de la época en la que nuestras vidas convergieron en un lugar en el sur que recientemente anunció el fin de su ciclo. Hablo de la legendaria librería Gandhi, la primera, en la avenida Miguel Angel de Quevedo a la que llegué un miércoles por la noche de finales de 1989 invitado por José Manuel Recillas a conocer a algunos amigos suyos cuyo rasgo en común era el interés en la literatura. Aquella experiencia en la cafetería de la librería Gandhi es algo que hoy sería irrepetible en la realidad, una nube densa de humo de cigarro, puro y pipa flotaba y se adhería en todo lo que osaba cruzar el umbral donde se encontraban mesas y bancas llenas y un parloteo enorme aturdía los sentidos, recuerdo a mucha gente (y tanta gente) joven y vieja, humildes, elegantes, bellos todos como una pintura de Lautrec o Cézanne en versión S. XX, lectores, conversadores, fumadores, jugadores de ajedrez y backgammon, en aquellos tiempos la política también permeaba el ambiente, aunque en lo personal trato de mantenerme alejado de semejante cosa como el diablo, pero hablo del sexenio del innombrable, mientras Bush padre hacia lo propia allá al norte, en las mesas se hablaba de Gorbie y Fidel por igual, Menem y Felipe González; poco me importaba todo eso, porque yo estaba ahí para hablar de poesía en todas sus formas, el siglo XX no había terminado y se nos habían heredado más movimientos literarios de los que hubiéramos logrado comprender. Y de poesía hablamos, cada vez, tan diversa como Díaz Mirón, Ginsberg, Mistral, Paz, Storni, T.S. Eliot, Huerta (ambos), Anaïs, Frida, Machado, Hernández, Rimbaud, Pacheco y Sabines por mencionar a algunos, y justo ahí estábamos encima de semejante cúmulo de poesía, letras, música y arte siendo bohemios, admirando y escribiendo para los demás y nosotros mismos, y para el Sol de México que le dio hogar y espacio a nuestras palabras en su suplemento dominical.

No soy cronista, me falta la formación y el rigor, difícilmente puedo hablar de otra cosa que no sea la vida que he vivido y las cosas que he visto, en la cafetería y librería compartí mesa con varios autores, artistas plásticos, histriones, músicos, periodistas, profesores y jugadores, incluso llegue a ganar una partida de ajedrez, más por la creatividad de no saber jugar que por pericia.

Años después sigo preparando la “ensalada Gandhi” cuando tengo oportunidad, aunque en los últimos tiempos había desaparecido del menú ya reformado, hipsterizado y mileniado, la receta era sencilla de copiar y me la apropié, en varias ocasiones vi pasar a Mauricio Achar a su oficina, pero no tenía nada que decirle, me parecía un hombre enorme, serio y siempre ocupado, aunque se hablaba de él, a veces con admiración por los negocios, otras veces con envidia por su posición, se criticaba como siempre sucede su catálogo y precios, aunque yo no era un gran comprador sí apreciaba que un lugar así existiera y estuviera al alcance del bolsillo de algunos como yo que siendo estudiantes podíamos costearnos una cena con amigos y algún libro con descuento. Obvio bien dicen que uno no sabe lo que tiene hasta que se entera en tuiter que ya no existe y ahora le tocó a la vieja Gandhi, que dicho sea de paso, ya no existía desde antes, no era solo un lugar sino un lugar en el tiempo y aunque los lugares se puedan reconstruir o esa magia se pueda trasladar a otro, el tiempo es otro cantar, el aire se limpió, todo se volvió aséptico e impersonal, la vieja librería se había convertido en un botadero, mientras que una Gandhi flamante, amplia y surtida, se erigía enfrente, con valet parking y sucursal de Starbucks, donde por mucho que vayas nunca recuerdan tu nombre, y difícilmente ves los mismos rostros. No importa, nada de eso importa mientras conservemos la memoria de un lugar mágico al sur.

CDMX 2020

Docena de padres

Mi padre falleció en 1982, cuando yo tenía escasos nueve años, yo no era su hijo predilecto, ese sería mi hermano mayor, de quien siempre digo que quedó más huérfano que yo a partir de entonces, no solo por el hecho evidente, sino porque yo encontré un padre en cada actor, músico, autor y personalidad que conocí desde entonces, cada uno me enseñó cómo vivir y ser. Así aprendí primero del sargento “Chip” Saunders (Vic Morrow) a enfrentar al enemigo, con estratégia y valor. Poco después a través de incontables tardes frente al equipo de sonido y escuchando el único disco de Vinil que mi padre me hubiera comprado (Tal vez fué mi madre, incluso) descubrí a otros padres que para efectos prácticos serían solo uno, los hermanos Gibb, Barry, Robin y Maurice, ellos me enseñaron como se debían de sentir las emociones, y tenían muchas respuestas y observaciones que asimilar, entre ellas el por qué uno debería estar bailando (You should be dancing) y sí, por supuesto la importancia de mostrar cuán profundo es el amor que se siente, hacia uno y hacia los demás, entre muchos otros mensajes. También tuve un padre lejano que moriría en el exilio: Antonio Machado, quizás uno de los primeros poetas que leí y quien escribió unos poemas enormes, llenos de esperanza, fé y amor por la vida y a la tierra, su enseñanza es de las más grandes que he recibido.

Luego vendría un padre oscuro, con muchos rostros, pero uno de los primeros que recuerdo es el de Jake La Motta, en Raging Bull, nada bueno puede enseñar un padre así, celos, rabia, destrucción y autodestrucción, pero a veces para sobrevivir es exactamente lo que se necesita. Y finalmente toda enseñanza tiene al menos dos caras, lo que amas tiene implícito lo que odias y lo que construyes lleva destrucción detrás, solo que a veces escogemos no verlo.

Cuando se carece de un padre, ser y vivir huérfano es una elección que algunos toman, y yo veía en todos esos adultos, algunos muy jóvenes a un padre dispuesto a enseñarme a crecer y ser, solo tenía que poner atención a sus palabras y sus actos. 

Luego viene una sucesión de personajes que juntos suman docenas, pero igual cada uno tenía al menos una frase o consejo a seguir, Billy Joel, Bruce Springsteen, Elvis, John, Paul, Michael, Frank, Eric, Phil, Serrat, Joaquín, Silvio, Luis Eduardo y muchos más, de todos aprendí, aunque no eran sus palabras en muchos casos, eran sus voces, su pose, su manera de ser. También de alguno que otro canalla, héroe y sinvergüenza, Marlon, Clint, Kurt, Harrison, Al, Jeff, Kirk y Michael Douglas y muchos, muchos más. 

Había que seducir, salirse con la suya, vengarse cuando fuera aplicable, amar y tratar de ganar a como diera lugar y aprender, y cuando no hay de otra, también a perder.

Mi vecino, un dentista que me prestaba ocasionalmente libros de su biblioteca fue también de alguna manera la figura paterna que necesitaba, un tío que me regaló una guitarra vieja y me enseñó tres acordes (luego me la pidió de vuelta el muy cabrón), mi profesor de historia en secundaria que siempre me pasaba a leer al frente, el de literatura en prepa que me guió a leer a Rubén Darío, el director del suplemento dominical del Sol de México que me impulsó a escribir y me publicó por primera vez en un medio nacional y mi profesor de guitarra, que accedió a darme una clase los domingos, casi siempre desvelado y con jaqueca. De todos aprendí de una manera u otra lo que se supone que un padre debe enseñar a un hijo. Todo eso mientras el escaso recuerdo de mi padre se disolvía lentamente al paso del tiempo, su voz canturreando canciones rancheras, su olor a colonia barata, su mirada bondadosa y su rostro perfectamente perfilado, cincelado en un olimpo nacional de charros y cine de los 50s, anacrónico e irreal.

Pertenecía a ese olimpo y ahí permanecerá, la única y última justicia para los muertos jóvenes es no envejecer jamás.

Si cuento a todos mis padres son más de una docena, probablemente muchos más, héroes, soldados, almirantes, bohemios, seductores, ebrios, jugadores, autores, rufianes y canallas algunos. De todos aprendí, no siento que tuve orfandad o quizás solo la suficiente para aprender a no dejar atrás niños sin padre de nueve y once años como mi hermano o yo, que cuando me dieron la noticia de que mi padre había muerto me obligué a llorar abrazando a mi madre porque era lo que los demás esperaban que hiciera, es lo que se supone que un nuevo huérfano debe hacer ¿no?. Y todavía no he llorado por él, pero a veces, cuando miro en retrospectiva, por todo lo anterior, escribo de ello, con la música que nunca pudimos compartir y en silencio, lloro por mí.

CDMX Julio 31, 2022