Docena de padres

Mi padre falleció en 1982, cuando yo tenía escasos nueve años, yo no era su hijo predilecto, ese sería mi hermano mayor, de quien siempre digo que quedó más huérfano que yo a partir de entonces, no solo por el hecho evidente, sino porque yo encontré un padre en cada actor, músico, autor y personalidad que conocí desde entonces, cada uno me enseñó cómo vivir y ser. Así aprendí primero del sargento “Chip” Saunders (Vic Morrow) a enfrentar al enemigo, con estratégia y valor. Poco después a través de incontables tardes frente al equipo de sonido y escuchando el único disco de Vinil que mi padre me hubiera comprado (Tal vez fué mi madre, incluso) descubrí a otros padres que para efectos prácticos serían solo uno, los hermanos Gibb, Barry, Robin y Maurice, ellos me enseñaron como se debían de sentir las emociones, y tenían muchas respuestas y observaciones que asimilar, entre ellas el por qué uno debería estar bailando (You should be dancing) y sí, por supuesto la importancia de mostrar cuán profundo es el amor que se siente, hacia uno y hacia los demás, entre muchos otros mensajes. También tuve un padre lejano que moriría en el exilio: Antonio Machado, quizás uno de los primeros poetas que leí y quien escribió unos poemas enormes, llenos de esperanza, fé y amor por la vida y a la tierra, su enseñanza es de las más grandes que he recibido.

Luego vendría un padre oscuro, con muchos rostros, pero uno de los primeros que recuerdo es el de Jake La Motta, en Raging Bull, nada bueno puede enseñar un padre así, celos, rabia, destrucción y autodestrucción, pero a veces para sobrevivir es exactamente lo que se necesita. Y finalmente toda enseñanza tiene al menos dos caras, lo que amas tiene implícito lo que odias y lo que construyes lleva destrucción detrás, solo que a veces escogemos no verlo.

Cuando se carece de un padre, ser y vivir huérfano es una elección que algunos toman, y yo veía en todos esos adultos, algunos muy jóvenes a un padre dispuesto a enseñarme a crecer y ser, solo tenía que poner atención a sus palabras y sus actos. 

Luego viene una sucesión de personajes que juntos suman docenas, pero igual cada uno tenía al menos una frase o consejo a seguir, Billy Joel, Bruce Springsteen, Elvis, John, Paul, Michael, Frank, Eric, Phil, Serrat, Joaquín, Silvio, Luis Eduardo y muchos más, de todos aprendí, aunque no eran sus palabras en muchos casos, eran sus voces, su pose, su manera de ser. También de alguno que otro canalla, héroe y sinvergüenza, Marlon, Clint, Kurt, Harrison, Al, Jeff, Kirk y Michael Douglas y muchos, muchos más. 

Había que seducir, salirse con la suya, vengarse cuando fuera aplicable, amar y tratar de ganar a como diera lugar y aprender, y cuando no hay de otra, también a perder.

Mi vecino, un dentista que me prestaba ocasionalmente libros de su biblioteca fue también de alguna manera la figura paterna que necesitaba, un tío que me regaló una guitarra vieja y me enseñó tres acordes (luego me la pidió de vuelta el muy cabrón), mi profesor de historia en secundaria que siempre me pasaba a leer al frente, el de literatura en prepa que me guió a leer a Rubén Darío, el director del suplemento dominical del Sol de México que me impulsó a escribir y me publicó por primera vez en un medio nacional y mi profesor de guitarra, que accedió a darme una clase los domingos, casi siempre desvelado y con jaqueca. De todos aprendí de una manera u otra lo que se supone que un padre debe enseñar a un hijo. Todo eso mientras el escaso recuerdo de mi padre se disolvía lentamente al paso del tiempo, su voz canturreando canciones rancheras, su olor a colonia barata, su mirada bondadosa y su rostro perfectamente perfilado, cincelado en un olimpo nacional de charros y cine de los 50s, anacrónico e irreal.

Pertenecía a ese olimpo y ahí permanecerá, la única y última justicia para los muertos jóvenes es no envejecer jamás.

Si cuento a todos mis padres son más de una docena, probablemente muchos más, héroes, soldados, almirantes, bohemios, seductores, ebrios, jugadores, autores, rufianes y canallas algunos. De todos aprendí, no siento que tuve orfandad o quizás solo la suficiente para aprender a no dejar atrás niños sin padre de nueve y once años como mi hermano o yo, que cuando me dieron la noticia de que mi padre había muerto me obligué a llorar abrazando a mi madre porque era lo que los demás esperaban que hiciera, es lo que se supone que un nuevo huérfano debe hacer ¿no?. Y todavía no he llorado por él, pero a veces, cuando miro en retrospectiva, por todo lo anterior, escribo de ello, con la música que nunca pudimos compartir y en silencio, lloro por mí.

CDMX Julio 31, 2022

SOÑAR CON TODO

Recuerdo ser un niño de escasos seis años y soñar con todo, cuando digo todo me refiero a TODO, digamos que entre los cinco y los siete años hay mas de mil noches, ¿correcto? Son suficientes para tantos sueños como las historias de Scheherezade, y yo soñaba todo, desde canciones, combates, juegos, historias, sentimientos, pinturas, laberintos, paseos, tesoros, lo que se te ocurra te puedo asegurar que yo lo soñé a esa edad, aventuras de vaqueros, soldados, hombres en el espacio, hasta cosas vergonzosas e inconfesables para esa edad. El mundo era tan grande y alimentaba toda esa fantasía onírica irrepetible, siempre nueva, una antología de cosas y situaciones de las que me costaba trabajo despertar, me rehusaba a despertar, juro que si hubiera podido seguir en el sueño hubiera logrado asirme de un tesoro en mas de una ocasión, hubiera salvado el mundo, conquistado una cima, matado un dragón y llegado al espacio entre literalmente miles de aventuras, pero estaba ahi y siempre ha estado ahí el despertar, que hasta la fecha me ha impedido desposar a la mujer mas bella, caminar con mi padre por el parque, salvar mascotas, construir mansiones, y llevarme las manos llenas de oro o asirme del vestido de una doncella que fugaz, desaparece con la alarma de un despertador.

Es una costumbre difícil de dejar, el sueño está ahi, pegado a los párpados, al interior, esperando la embriaguez del cansancio, al acecho de sentir la cabeza pesada y el abandono de la fuerza física al abrazo de una almohada. Ahí pasan los grandes conciertos, grandes músicos tocan y mi padre los escucha en un salón de Casablanca con Humprey Bogart, ahí permanece mi bicicleta chopper color naranja intacta, y mis amigos y yo jugamos corazones, ahi también se escucha el poema mas bello jamás escrito, en el que la pesadilla encuentra redención y en algún momento nos rodea una dicha inmesurable, en ese mundo de sueños también he llorado, pocas veces, pero las lágrimas construyen, conmueven y logran el perdón, las lágrimas son reales y logran arrepentimiento y redención.

Y a veces quisiera sucumbir a esa tentación suicida de no despertar, porque finalmente fuí la persona mas feliz, tuve a la mujer mas bella, logré una enorme fortuna, mi madre vive por siempre y mi padre está ahí, oloroso a loción para después de afeitar, escuchando un disco de vinyl de Antonio Aguilar, complacido. No quisiera despertar, pero es imposible, todo se desvanece, a veces despierto roto por dentro, vacío, seco de lágrimas, viudo de abandono empuñando una sabana, aferrado a una almohada, herido de muerte, abandonado. Pero también eso se desvanece, el día lo arregla todo, casi siempre, la ducha despeja las nubes mas negras de mi cabeza y pueden pasar semanas sin que vuelva a mirar el mundo arder, sin caer al precipicio o sin llorar mi propia muerte.

A veces me ha salvado el sol, que literalmente cae sobre mi rostro. Y solo queda un deseo, el último del genio de la lámpara, la última cena de un condenado a morir al día siguiente, la plegaria que escucha inmóvil un moribundo, cuando me vaya no quisiera morir sin antes haber soñado una última vez el rostro de mi madre dibujando una sonrisa.

O puedo correr a verla en vivo, ahí está siempre, esperándome.

Eduardo Romero Camacho. Ciudad de México, Enero 2021.